
El otro día tuve al fin mi primera pérdida en la ciudad. Salí a unos recados y tomé el ferrocarril elevado. Pero en vez de coger el de la Sexta Avenida, tomé el de la Novena, y me condujo a un sitio opuesto a donde iba y totalmente desconocido para mí. Era una gran ciudad de casas bajas de madera, llena de chinos y de letreros chinos, con una música ensordecedora de pianolas y orquestas de jazz. Yo me vi perdido y me dediqué a ver las calles y a recorrer las tiendas chinas. En esto se hizo la hora de comer, y comí en un restaurant chino por 60 centavos una comida rarísima, fría toda, pero de cierto buen sabor indudable. El chinito que me servía era un niño de diez años que era un juguete, una monería. Tenía un vestidito rojo y dejaba los platos sobre la mesa con un silencio casi de reptil, de una aristocracia exquisita.
Después corrí esta ciudad (un barrio es como cuatro veces Granada) y al fin, ya que me consideraba perdido y me había perdido además a caso hecho, me dediqué a buscar las estaciones de metro o de ferrocarril elevado. Pero las que encontraba no eran las que me convenían, y me hubiera enredado más aun. Entonces tuve cierta angustia, cierta sensación de estar en el bosque virgen o en una isla de otro planeta que no era el mío. Yo no quería preguntar a nadie. Basta que hubiese preguntado a un policía para que éste me hubiese indicado… pero al fin no tuve más remedio. Pregunté a unas señoras que pasaban, en inglés, y ellas me dijeron, ¡oh sorpresa!: “Venga con nosotras, que llevamos el mismo camino”, en español correctísimo. Eran dos coruñesas ricas que viajaban y estaban visitando New York. No quiero deciros cómo nos reímos. Al fin tomamos el elevado y desembarqué en Columbia University, pero entonces volví al ferrocarril y fui al sitio donde tenía que ir, que era difícil, e hice lo que tenía que hacer. Cuando volví a Columbia eran las doce de la noche. Hasta que pasa esto no se entera uno dónde está, de la inmensidad de calles y la agrupación de millones de gentes. Así pues, me voy conociendo esta ciudad. No me digáis que lleve un plano, porque el plano no me sirve para nada. Es inútil. Yo no tengo sentido de la orientación por medio del plano. Cuando me dejo a mi instinto voy donde quiero y con el plano me equivocaría. Carezco de ese don. A mí me ha costado un trabajo inmenso saber cuál era mi mano derecha, y todavía tengo que hacer la señal de la cruz con ella para cerciorarme antes de entrar en un piso o en una calle. No sé dónde tengo la mano derecha, como no he sabido hasta casi mis veinte años el secreto del reloj. Así es que el plano es una cosa imposible para mí. Me es imposible ligar el signo abstracto de las líneas con la realidad viva y ruidosa que me rodea. Pero sin plano ando por aquí como ya quisieran muchas gentes con planos especiales. En cambio, tengo una memoria plástica asombrosa. Por el sitio donde he pasado una vez lo recuerdo siempre y dejo extrañados a mis amigos cuando digo: “ahora pasamos la calle 8”, y es de noche y no se ve casi nada desde el elevado. Pero esto es lo que debe pasar en New York. Desde luego la ciudad, como os dije antes, es fácil. Perderse es raro, pero si se pierde uno encuentra en seguida el hilo. La dificultad está en su inmensidad. Es lo que se tarda de un sitio a otro lo verdaderamente sorprendente.
Ahora está esto en pleno otoño, y los parques y las avenidas tienen una luz preciosa. La Universidad se apresta a celebrar su centenario y delante de mí hall se están levantando ya las tribunas para los discurseantes de las solemnidades.
Federico García Lorca a su familia, 21 de octubre de 1929